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Cruzando el Cañón

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How does it feel to cross the canyon? In our first episode of this podcast in Spanish, listen to the experience of a ranger who hikes across Grand Canyon from rim to rim. When have you fulfilled your dream? ¿Qué se siente al cruzar el cañón? En nuestro primer episodio de este podcast en español, escuche la experiencia de una guardaparques que recorre el Gran Cañón del Colorado de lado a lado. ¿Cuándo has alcanzado tu sueño?

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TRANSCRIPT:

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Cruzando el Cañón – Español

NARRADOR: Hola, me llamo Carmen. Soy segunda generación latina, y trabajo en el parque nacional del Gran Cañón del Colorado en Arizona. Recién caminé de un borde del cañón al otro, y esta es mi historia.

"Sácame una foto, Kate: necesito ser una turista".

La guardaparque Kate y yo estábamos en la cima del “South Kaibab Trailhead”, uno de los dos senderos que descienden desde el borde sur del Parque Nacional del Gran Cañón hacia las profundidades del cañón. Estaba a punto de comenzar mi primer esfuerzo por cruzar el cañón, desde el borde sur hasta el borde norte, una distancia de treinta y cuatro kilómetros, en tres días. Era el atardecer, pero el sol todavía estaba caliente. Hice una lista mental: ¿tengo todo mi equipo? Bastones de trekking, comida deshidratada, agua en abundancia, una rodillera, una camiseta para el sol, un sombrero e incluso una sombrilla. Sólo quedaba una cosa por hacer antes de descender: un buen remojón. Admito que estaba un poco escéptica mientras me contorsionaba bajo los grifos de agua, mojando cada centímetro de mi ropa. Pero la diferencia fue inmediata: ¡Sentí frío!

Acomodé mi mochila de 11 kilos en los hombros y empezamos a descender por el sinuoso sendero hacia el cañón. Mis bastones de trekking levantaban pequeñas nubes de polvo. El ala ancha de mi sombrero se me metió en los ojos. Mis dos litros de agua chapoteaban a cada lado de mi mochila. Sonreí: estaba de nuevo en el camino.

No pude evitar pensar en mi último viaje con mochila, más de un año antes, en marzo del 2020. Había planeado recorrer el “Appalachian Trail” desde mi estado natal, Georgia, hasta el estado de Maine, más de tres mil quinientos kilómetros. En realidad, sólo recorrí sesenta y cuatro kilómetros antes de que todo paró por COVID. Llovió los cinco días que estuve en el sendero, y mi rodilla sufrió la mayor parte de ese tiempo. También fueron los cinco días más felices de mi vida. La niebla que se enroscaba entre los árboles parecía un paisaje de cuento de hadas. Sentía que me fortalecía físicamente, y por fin dejó de dolerme la rodilla. Conocí a personas increíbles y vi paisajes hermosos. Lo único que tenía que planificar cada día era la distancia que debía recorrer, qué comer y dónde poner la carpa.

Agarré los bastones de trekking con más fuerza y me quedé mirando las coloridas rocas del cañón, mi visión superpuesta con el “Appalachian Trail” de Georgia. Había investigado mochilas, ropa, comida deshidratada. Me había entrenado físicamente. Me había preparado mentalmente. Había comprado 11 kilos de frijoles negros deshidratados. Pero no estaba preparada por abandonar el sendero. La caminata por el “Appalachian Trail” era mi sueño de 10 años. La decisión de abandonar el camino fue muy difícil, aun cuando sentí que era lo correcto. Pero eso no evitó que me doliera: una aventura que quedaba inconclusa.

Hoy era la primera vez que me ponía la mochila desde entonces. Mis ojos estaban húmedos, parpadeé rápidamente y miré el cañón. Estábamos avanzando a través de una sección conocida como la Chimenea, un segmento empinado donde las paredes del cañón enmarcaban las majestuosas vistas lejanas. El borde norte, al otro lado del cañón, se veía borroso por la distancia. ¿Podría realmente recorrer todo ese camino en tres días?

Lo haré. Además, mi cabaña de trabajo de verano estaba allí, en el borde norte.

Kate y yo caminamos por el sinuoso sendero, descendiendo hacia el cañón. Nuestros bastones resonaban en unos adoquines y nuestras botas se hundían en el polvo suave llamado "polvo de luna" que ya se había metido en todos los poros de nuestros calcetines. Cada vez nos cruzamos con menos personas subiendo por el sendero, hasta que en “Skeleton Point” caminábamos solas. Las paredes del cañón subían sin cesar mientras nosotras descendíamos, hasta que las formaciones del cañón se elevaron sobre nosotras. Me quedé mirando maravillada: nunca había sentido realmente la inmensidad del cañón hasta que estuve en su interior.

A un lado teníamos el precipicio del cañón, y al otro la pared de rocas de colores. Toqué su superficie con mis dedos. Los colores del cañón cambiaban a medida que descendíamos, al atravesar las diversas capas que forman las enormes paredes. Los impresionantes acantilados blancos de la arenisca Coconino, reliquia de antiguas dunas. Los minerales de hierro de las capas de “Supai” daban a toda esa sección unos encantadores tonos rojizos. Y pasamos junto a fósiles de un periodo remoto. Ondas congeladas en la piedra y huellas de una antigua criatura desaparecida hace millones de años.

Me sacaron de mi ensueño otras marcas en la pared: muchos grafitis. ¿Por qué? ¿Acaso el cañón hace que la gente se sienta tan pequeña que tiene que demostrar su existencia a los demás, marcar su lugar en la inmensidad? Descansamos brevemente y aproveché para limpiar las marcas con mi bandana y agua.

El sol poniente enviaba largos rayos hacia el cañón cuando llegamos a los últimos tres kilómetros después del “Tipoff Point”. Un aire notablemente más cálido me envolvió mientras descendíamos hacia la última sección del sendero. Los bordes del cañón se perdieron de vista; estábamos demasiado abajo. Las rocas metamórficas e ígneas, negras y rojas, forman esta área, y las empinadas y oscuras paredes atrapan e irradian calor. Estas antiguas rocas son rugosas, con hermosas estrías de color en sus escarpadas caras. Estas rocas, anteriores incluso a la vida, irradian algo más que calor: irradian una sensación de intemporalidad.

El poderoso río Colorado, arquitecto del cañón, centelleaba bajo nosotras, bajo los últimos rayos de luz. Con nuestro objetivo a la vista y el sol poniéndose rápidamente, aceleramos el paso hacia el Puente Negro. Un túnel de roca nos separaba del puente, la oscuridad era total en ese corto espacio. Recuperé el aliento por un instante, imaginando la antigua roca que me rodeaba por todos lados. Luego, la luz – y salimos al puente, como si estuviéramos entrando a otro mundo.

Las maltrechas tablas crujieron cuando caminé sobre el puente. Ahora que estaba lo suficientemente cerca como para ver la espuma y los remolinos agitados por la feroz corriente del río Colorado, me di cuenta de cuán lejos que habíamos llegado. En una sola tarde habíamos descendido un kilómetro y medio en vertical y habíamos recorrido once kilómetros de sendero. Sentí un gran respeto por el río, cuyas rápidas aguas habían descendido esta misma distancia durante millones de años, tallando el cañón que habíamos descendido. También respeté su rápida corriente y me caminé por el centro exacto del puente.

Me dirigí al campamento, cansada, contenta y ligeramente nerviosa: ahora que había entrado en el cañón, tendría que volver a salir. Pero esa era la tarea de mañana. Por el momento, el camping Bright Angel me llamaba.

Kate continuó hasta la estación de guardaparques y yo elegí un lugar para acampar junto a la pared del cañón. El aire caliente y seco me rodeaba en un abrazo entrelazado, haciendo sentir su presencia en todo momento. Con gratitud, me quité los zapatos de mis pies adoloridos y me puse sandalias. Sin ningún otro cambio en mi ropa, bajé por las rocas hasta el arroyo que bailaba y parloteaba en el campamento. Parecía tan tentador, y al mirar hacia arriba y hacia abajo del arroyo, vi que otras personas ya habían aceptado su chispeante invitación.

Acerqué tímidamente un pie, ¡el agua era como el hielo! ¡Pero que rico! Me senté con delicadeza en la corriente y observé cómo el agua fluía a mi alrededor. Me refrescaba la piel y hacía que la ropa se me pegara al cuerpo. En la calurosa y árida sequedad, este centelleante arroyo parecía aún más especial.

Después de un rato delicioso sentada en el arroyo, volví al campamento y cogí mi contenedor de cuscús al curry, que había rehidratado durante la bajada. Le eché una buena cantidad de aceite de oliva para añadir grasas a mis carbohidratos y me senté en una roca calentada por el sol para disfrutar de mi festín. Ninguna comida sabe tan rica como la comida después de una caminata extenuante.

Acampar en el cañón fue muy fácil: puse mi colchoneta sobre la mesa de picnic, coloqué mi delgado saco de dormir encima y ¡listo! No hacía falta una carpa, y hacía demasiado calor para un grueso saco de dormir. Me acomodé sobre mi colchoneta, moviendo los hombros para encontrar el lugar más cómodo. Apoyando la cabeza sobre mis brazos (la única almohada que tenía), observé las estrellas que emergían del cielo. Era un sitio glorioso, pero no pude mantener los ojos abiertos por más tiempo.

Unos ruidos y las luces de las lámparas de cabeza me despertaron brevemente a las 4 de la mañana, la mejor hora para salir y vencer el calor del día. Opté por salir a las 4 de la tarde, cuando la sombra empezaría a llegar de nuevo al cañón. Observé somnolienta desde mi cama en la mesa de picnic cómo el amanecer se adentraba lentamente en el cañón. Primero como un suave resplandor, luego como cintas de luz que encendían las formaciones rocosas más altas. Un crujido cercano me hizo saltar, pero era una familia de ciervos que venía a mordisquear el follaje alrededor de mi campamento.

Tuve la experiencia completa del cañón interior: me uní a Kate en la estación de guardaparques y vi una evacuación médica en helicóptero. Dejé mi mochila sudada a la entrada y volví para encontrar una ardilla metida hasta los hombros en un hueco que había mordido en la tela. Vi cómo los guardaparques cuidan con cariño los árboles que rodean el campamento, ayudándolos a crecer para que los visitantes tengan sombra. Me sumergí en el rio Colorado, que estaba aún más frío que el arroyo. Recorrí el sendero del río, excavado en la roca sólida hace muchos años. Tomé una foto del termómetro, que marcaba cuarenta y dos grados centígrados a la sombra. Me tomé una limonada en el “Phantom Ranch” y envié postales de "correo por mula" a mi familia. Me senté en el arroyo mientras pececitos mordisqueaban los dedos de mis pies.

A las 4 de la tarde, Kate y yo nos pusimos de nuevo en marcha, iniciando nuestro ascenso hacia el borde norte. No sabía qué esperar de este sendero, un sendero dos veces más largo, pero lo haría en dos días. El calor seguía envolviéndonos, pero estaba disminuyendo poco a poco. Volví a colocarme la mochila sobre los hombros, ajustando las correas para que me resultara más cómoda. Con los bastones en la mano, estaba lista para salir. A los cinco minutos me di cuenta de algo: había estado tan ocupada disfrutando del arroyo que había olvidado ponerme la rodillera. ¿Debo parar y ponérmela? No, ya estábamos caminando. Pero es algo que me preocupaba. Era una caminata intensa, ¿volvería a dolerme la rodilla, como había ocurrido en el “Appalachian Trail”?

El sendero se abrió paso a través de las empinadas y sofocantes paredes del cañón interior, siguiendo el arroyo “Bright Angel”. El susurro del agua, el calor que cubría el camino y el paisaje extraño hacían que la caminata fuera surrealista. Casi esperaba ver una nave espacial o un dragón volando por el estrecho pasaje que atravesábamos. Esta sección se llama simplemente "La Caja", pero sentía que debía ser una caja de tesoros. A menudo me quedaba atrás para observar o sacar fotos, aunque ninguna imagen podía captar la sensación de aquel lugar mágico.

Seguimos caminando hacia arriba, aunque este tramo no era tan empinado. Al salir de La Caja, empezamos a subir de nuevo por las coloridas capas de roca sedimentaria. El sol que bajaba proyectaba un resplandor dorado sobre nuestro sendero. Como seguíamos al arroyo, las plantas y la vegetación lo bordeaban. El agua que fluía y caía por las rocas servía de canción para nuestra aventura.

A medida que descendía la noche, me di cuenta de que no llegaría al campamento con luz. Cambié el sombrero por la lámpara de cabeza y seguí adelante.

De repente, mi lámpara alumbró una señal, alertándome de que estaba entrando en el Camping “Cottonwood”. Cambié mi luz de blanca a roja, una cortesía del camping, ya que la luz roja preserva la visión nocturna y no molesta a la gente que duerme. También me despedí de Kate, ya que ella siguió adelante para pasar los siguientes días en la cercana estación de guardaparques.

Llegar al campamento al anochecer me presentó un nuevo problema que no había considerado: cómo encontrar un sitio vacío sin molestar a la gente. Me acerqué con cuidado a las entradas de los campamentos y pasé la luz roja brevemente por el suelo para comprobar si había carpas u otros indicios de que estuvieran habitadas. En poco tiempo encontré un espacio vacío. Lo reclamé dejando caer mi sudorosa persona y mi sudorosa bolsa sobre la mesa de picnic.

Uf, estaba cansada. Con gran alegría me quité los zapatos y calcetines y moví mis dedos en el cálido aire de la noche. Metí la mochila en la caja metálica a prueba de animales y saqué la cena. Lo mismo que la noche anterior, y siguió siendo una delicia. Lo diré de nuevo: la comida siempre sabe mucho mejor después de una larga excursión.

Me senté en la caja de seguridad, sintiendo el aire cálido de la noche. Podía ver débiles luces y oír murmullos mientras la gente se iba a dormir. A lo lejos, vi una luz que iluminaba la cara del acantilado: la lámpara de alguien que seguía bajando, el camino que tomaría en la mañana.

De repente, volteé la cabeza. ¿Qué era eso? Algo se arrastró sobre mi pie. Algo que se movía en la oscuridad, y supe que no estaba sola en mi campamento. Desapareció tan rápido como llegó, y decidí terminar mi comida en la mesa de picnic. Con los pies metidos debajo de mí.

Tiré mi colchoneta sobre la mesa y fui a llenar mi agua para la mañana. Cuando volví a mi sitio, unos ojos brillantes me miraron desde la oscuridad. Un ratoncito, sentado en la caja de seguridad. ¡Qué fresco! Lo ahuyenté, pero creo que no se fue muy lejos. Definitivamente un punto a favor de dormir encima de la mesa de picnic; ¡no me gustaba la idea de ser inspeccionada por un ratón en la noche!

Me metí en el saco de dormir. Unas finas nubes ocultaron las estrellas. Oí un movimiento a mi izquierda: el ratoncito estaba en el árbol. Suspiré y me di vuelta. La pantalla de mi celular casi me ciega mientras puse la alarma: tres y media de la mañana, para poder salir a las cuatro. Esperaba que fuera lo suficientemente temprano para vencer el calor.

Las luces ya se movían alrededor de “Cottonwood” en las primeras horas de la mañana. Mi preparación fue más lenta de lo que esperaba, y finalmente empaqué todas mis pertenencias a las cuatro y quince. Ajusté las correas de la lámpara de cabeza y me puse en marcha.

El aire de la noche seguía siendo cálido. Podía ver la silueta del borde del cañón a lo lejos contra el suave resplandor de la luz del amanecer. De hecho, el resplandor era suficiente para que apagara mi lámpara por completo. El sendero, de color ligeramente más claro que el suelo circundante, me llevó hacia adelante. Una llamada etérea entre enormes paredes de roca.

Con la mirada en el sendero, seguí adelante. Esta era la parte más difícil, subir novecientos veinte metros verticales para salir del cañón. Pero también me iba a casa, de vuelta a mi cabaña en el borde norte.

El amanecer se deslizaba por las paredes del cañón cuando entré en la casa de descanso llamada “Manzanita”. Me paré a desayunar, aunque sólo comí la mitad de la comida que había preparado. Un grupo de excursionistas me ofreció puré de frijoles. Saludé rápidamente a los guardaparques, que empezaban su día. Una rápida bajada por la ladera hasta el arroyo, para mojar mi ropa. También mojé mi bandana y la metí en una bolsa de plástico, para más tarde. Luego me puse el sombrero y la mochila y volví al camino.

Esta sección es la más empinada - ¡y dura casi diez kilómetros! Bastón, paso, bastón, paso, subiendo y subiendo y subiendo. La luz seguía bajando por las capas del cañón con el sol naciente. Una vista impresionante, un sitio precioso, y uno que me hizo acelerar mi ritmo. Ojalá pudiera ganarle a la luz, y a su compañero, el calor, en el camino.

No lo hice, por supuesto. La luz me alcanzó alrededor de “Roaring Springs”. En un recodo del sendero descansé a la sombra de un árbol, apoyándome en mis bastones. Una cascada caía por la pared del cañón; un espectáculo poco común, sin duda. Menos común aún, las líneas eléctricas y una estructura de cemento. Un momento de reverencia al manantial, la fuente de agua de todo el Parque Nacional del Gran Cañón.

Luego, hacia adelante y hacia arriba.

Curvas y rocas, girando y retorciéndose por las empinadas laderas. Vistas a cada paso, y la cima no parecía estar más cerca. Pero la vista valió la pena. Preciosos rincones de sombra. Pequeños hilos de agua que se filtran desde la roca, alimentando delicadas comunidades de plantas. Lagartijas que se escabullen a mis pasos.

Las curvas del sendero me llevaron del sol a la sombra y al sol nuevamente, y me di cuenta de la marcada diferencia entre los dos. Algo se movió en mi mochila y me refrescó la memoria: ¡mi sombrilla! Este era su momento de brillar. Literalmente, ya que está recubierta de pintura plateada reflectante. La saqué del bolsillo lateral de mi mochila, la abrí, y pasé casi cinco minutos intentando colocarla en la correa del hombro de mi mochila. Ya que tenía dos bastones, ¡no podía sujetarla también! Finalmente conseguí atarla y me quedé contemplando mi sombra. Parecía un octágono con patas. Sonreí un poco cohibida: estaba segura de que me veía ridícula. Pero después de unos minutos, no me importó. ¡Qué diferencia! Me crucé con un grupo de excursionistas que comentaron mi sombrilla y les dije: "¡es mejor sentirse fresca que estar a la moda!" Subí por el sendero, con los bastones oscilando y la sombrilla brillando, lista para afrontar la siguiente parte del camino.

Subí y el sol se deslizó por las paredes del cañón. El calor aumentaba, pero ya me estaba acercando. Miré hacia adelante, buscando un lugar para descansar unos minutos. Una curva por encima del puente de “Redwall” proyectaba largas sombras sobre el sendero, y me senté en una roca para descansar. Había llegado el momento de coger mi última parte del equipo: la bandana mojada de la mañana. La saqué empapada de su bolsa de plástico y la até al cuello. El agua resbalaba por mi espalda. Apreté mis hombros hasta las orejas, tratando de tener el mayor contacto posible con el agua. ¡Qué delicia después de una calurosa caminata!

Cuando llegué al túnel de “Supai”, a tres kilómetros del borde, mi ropa ya estaba totalmente seca. Pero había un grifo de agua. Llené mis botellas y me volví a empapar. Me miraron raro, pero ellos tenían calor y yo no.

Sólo tres kilómetros más. Agarré los bastones con firmeza y seguí adelante. En el borde me esperaban una ducha y un sándwich. Ducha y sándwich - repetí como un mantra.

Menos de una milla. Pasé por “Coconino Overlook” y por muchos excursionistas que olían a jabón. Yo no olía a jabón. Sin embargo, pronto tendría mi ducha y mi sándwich.

Subí a duras penas las últimas curvas, con la cabeza baja. Un pensamiento cruzó mi cabeza y me tropecé. Ya casi había llegado. Realmente, ya casi había llegado. Y eso significaba que iba a terminar un viaje con mochila. No tan largo como el “Appalachian Trail”, es cierto, pero sí un sendero sólido. Una sensación, no de clausura, pero sí de logro. Parpadeé para evitar un repentino ardor en los ojos y subí la última parte del camino. Y mi rodilla nunca me dolió. Lo había conseguido, con mi equipo del “Appalachian Trail”, mi comida deshidratada y mi amor por el excursionismo.

Me desplomé sobre un muro de piedra al final del sendero y reflexioné sobre lo lejos que había llegado. Otros excursionistas estaban descansando allí, agotados, pero con una actitud de triunfo.

Le dije a uno de ellos, "¿Podrías sacarme una foto con la señal del sendero? Necesito recordar este momento".

Reflexiona sobre este último año. ¿Cuál fue tu momento más emocionante?

El equipo de Interpretación del Parque Nacional del Gran Cañón se encarga de la presentación de "Behind the Scenery".

Agradecemos a los pueblos nativos en cuyas tierras ancestrales nos reunimos, así como a las diversas y vibrantes comunidades nativas que hacen su hogar aquí ho

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Cruzando el Cañón – Español

NARRADOR: Hola, me llamo Carmen. Soy segunda generación latina, y trabajo en el parque nacional del Gran Cañón del Colorado en Arizona. Recién caminé de un borde del cañón al otro, y esta es mi historia.

"Sácame una foto, Kate: necesito ser una turista".

La guardaparque Kate y yo estábamos en la cima del “South Kaibab Trailhead”, uno de los dos senderos que descienden desde el borde sur del Parque Nacional del Gran Cañón hacia las profundidades del cañón. Estaba a punto de comenzar mi primer esfuerzo por cruzar el cañón, desde el borde sur hasta el borde norte, una distancia de treinta y cuatro kilómetros, en tres días. Era el atardecer, pero el sol todavía estaba caliente. Hice una lista mental: ¿tengo todo mi equipo? Bastones de trekking, comida deshidratada, agua en abundancia, una rodillera, una camiseta para el sol, un sombrero e incluso una sombrilla. Sólo quedaba una cosa por hacer antes de descender: un buen remojón. Admito que estaba un poco escéptica mientras me contorsionaba bajo los grifos de agua, mojando cada centímetro de mi ropa. Pero la diferencia fue inmediata: ¡Sentí frío!

Acomodé mi mochila de 11 kilos en los hombros y empezamos a descender por el sinuoso sendero hacia el cañón. Mis bastones de trekking levantaban pequeñas nubes de polvo. El ala ancha de mi sombrero se me metió en los ojos. Mis dos litros de agua chapoteaban a cada lado de mi mochila. Sonreí: estaba de nuevo en el camino.

No pude evitar pensar en mi último viaje con mochila, más de un año antes, en marzo del 2020. Había planeado recorrer el “Appalachian Trail” desde mi estado natal, Georgia, hasta el estado de Maine, más de tres mil quinientos kilómetros. En realidad, sólo recorrí sesenta y cuatro kilómetros antes de que todo paró por COVID. Llovió los cinco días que estuve en el sendero, y mi rodilla sufrió la mayor parte de ese tiempo. También fueron los cinco días más felices de mi vida. La niebla que se enroscaba entre los árboles parecía un paisaje de cuento de hadas. Sentía que me fortalecía físicamente, y por fin dejó de dolerme la rodilla. Conocí a personas increíbles y vi paisajes hermosos. Lo único que tenía que planificar cada día era la distancia que debía recorrer, qué comer y dónde poner la carpa.

Agarré los bastones de trekking con más fuerza y me quedé mirando las coloridas rocas del cañón, mi visión superpuesta con el “Appalachian Trail” de Georgia. Había investigado mochilas, ropa, comida deshidratada. Me había entrenado físicamente. Me había preparado mentalmente. Había comprado 11 kilos de frijoles negros deshidratados. Pero no estaba preparada por abandonar el sendero. La caminata por el “Appalachian Trail” era mi sueño de 10 años. La decisión de abandonar el camino fue muy difícil, aun cuando sentí que era lo correcto. Pero eso no evitó que me doliera: una aventura que quedaba inconclusa.

Hoy era la primera vez que me ponía la mochila desde entonces. Mis ojos estaban húmedos, parpadeé rápidamente y miré el cañón. Estábamos avanzando a través de una sección conocida como la Chimenea, un segmento empinado donde las paredes del cañón enmarcaban las majestuosas vistas lejanas. El borde norte, al otro lado del cañón, se veía borroso por la distancia. ¿Podría realmente recorrer todo ese camino en tres días?

Lo haré. Además, mi cabaña de trabajo de verano estaba allí, en el borde norte.

Kate y yo caminamos por el sinuoso sendero, descendiendo hacia el cañón. Nuestros bastones resonaban en unos adoquines y nuestras botas se hundían en el polvo suave llamado "polvo de luna" que ya se había metido en todos los poros de nuestros calcetines. Cada vez nos cruzamos con menos personas subiendo por el sendero, hasta que en “Skeleton Point” caminábamos solas. Las paredes del cañón subían sin cesar mientras nosotras descendíamos, hasta que las formaciones del cañón se elevaron sobre nosotras. Me quedé mirando maravillada: nunca había sentido realmente la inmensidad del cañón hasta que estuve en su interior.

A un lado teníamos el precipicio del cañón, y al otro la pared de rocas de colores. Toqué su superficie con mis dedos. Los colores del cañón cambiaban a medida que descendíamos, al atravesar las diversas capas que forman las enormes paredes. Los impresionantes acantilados blancos de la arenisca Coconino, reliquia de antiguas dunas. Los minerales de hierro de las capas de “Supai” daban a toda esa sección unos encantadores tonos rojizos. Y pasamos junto a fósiles de un periodo remoto. Ondas congeladas en la piedra y huellas de una antigua criatura desaparecida hace millones de años.

Me sacaron de mi ensueño otras marcas en la pared: muchos grafitis. ¿Por qué? ¿Acaso el cañón hace que la gente se sienta tan pequeña que tiene que demostrar su existencia a los demás, marcar su lugar en la inmensidad? Descansamos brevemente y aproveché para limpiar las marcas con mi bandana y agua.

El sol poniente enviaba largos rayos hacia el cañón cuando llegamos a los últimos tres kilómetros después del “Tipoff Point”. Un aire notablemente más cálido me envolvió mientras descendíamos hacia la última sección del sendero. Los bordes del cañón se perdieron de vista; estábamos demasiado abajo. Las rocas metamórficas e ígneas, negras y rojas, forman esta área, y las empinadas y oscuras paredes atrapan e irradian calor. Estas antiguas rocas son rugosas, con hermosas estrías de color en sus escarpadas caras. Estas rocas, anteriores incluso a la vida, irradian algo más que calor: irradian una sensación de intemporalidad.

El poderoso río Colorado, arquitecto del cañón, centelleaba bajo nosotras, bajo los últimos rayos de luz. Con nuestro objetivo a la vista y el sol poniéndose rápidamente, aceleramos el paso hacia el Puente Negro. Un túnel de roca nos separaba del puente, la oscuridad era total en ese corto espacio. Recuperé el aliento por un instante, imaginando la antigua roca que me rodeaba por todos lados. Luego, la luz – y salimos al puente, como si estuviéramos entrando a otro mundo.

Las maltrechas tablas crujieron cuando caminé sobre el puente. Ahora que estaba lo suficientemente cerca como para ver la espuma y los remolinos agitados por la feroz corriente del río Colorado, me di cuenta de cuán lejos que habíamos llegado. En una sola tarde habíamos descendido un kilómetro y medio en vertical y habíamos recorrido once kilómetros de sendero. Sentí un gran respeto por el río, cuyas rápidas aguas habían descendido esta misma distancia durante millones de años, tallando el cañón que habíamos descendido. También respeté su rápida corriente y me caminé por el centro exacto del puente.

Me dirigí al campamento, cansada, contenta y ligeramente nerviosa: ahora que había entrado en el cañón, tendría que volver a salir. Pero esa era la tarea de mañana. Por el momento, el camping Bright Angel me llamaba.

Kate continuó hasta la estación de guardaparques y yo elegí un lugar para acampar junto a la pared del cañón. El aire caliente y seco me rodeaba en un abrazo entrelazado, haciendo sentir su presencia en todo momento. Con gratitud, me quité los zapatos de mis pies adoloridos y me puse sandalias. Sin ningún otro cambio en mi ropa, bajé por las rocas hasta el arroyo que bailaba y parloteaba en el campamento. Parecía tan tentador, y al mirar hacia arriba y hacia abajo del arroyo, vi que otras personas ya habían aceptado su chispeante invitación.

Acerqué tímidamente un pie, ¡el agua era como el hielo! ¡Pero que rico! Me senté con delicadeza en la corriente y observé cómo el agua fluía a mi alrededor. Me refrescaba la piel y hacía que la ropa se me pegara al cuerpo. En la calurosa y árida sequedad, este centelleante arroyo parecía aún más especial.

Después de un rato delicioso sentada en el arroyo, volví al campamento y cogí mi contenedor de cuscús al curry, que había rehidratado durante la bajada. Le eché una buena cantidad de aceite de oliva para añadir grasas a mis carbohidratos y me senté en una roca calentada por el sol para disfrutar de mi festín. Ninguna comida sabe tan rica como la comida después de una caminata extenuante.

Acampar en el cañón fue muy fácil: puse mi colchoneta sobre la mesa de picnic, coloqué mi delgado saco de dormir encima y ¡listo! No hacía falta una carpa, y hacía demasiado calor para un grueso saco de dormir. Me acomodé sobre mi colchoneta, moviendo los hombros para encontrar el lugar más cómodo. Apoyando la cabeza sobre mis brazos (la única almohada que tenía), observé las estrellas que emergían del cielo. Era un sitio glorioso, pero no pude mantener los ojos abiertos por más tiempo.

Unos ruidos y las luces de las lámparas de cabeza me despertaron brevemente a las 4 de la mañana, la mejor hora para salir y vencer el calor del día. Opté por salir a las 4 de la tarde, cuando la sombra empezaría a llegar de nuevo al cañón. Observé somnolienta desde mi cama en la mesa de picnic cómo el amanecer se adentraba lentamente en el cañón. Primero como un suave resplandor, luego como cintas de luz que encendían las formaciones rocosas más altas. Un crujido cercano me hizo saltar, pero era una familia de ciervos que venía a mordisquear el follaje alrededor de mi campamento.

Tuve la experiencia completa del cañón interior: me uní a Kate en la estación de guardaparques y vi una evacuación médica en helicóptero. Dejé mi mochila sudada a la entrada y volví para encontrar una ardilla metida hasta los hombros en un hueco que había mordido en la tela. Vi cómo los guardaparques cuidan con cariño los árboles que rodean el campamento, ayudándolos a crecer para que los visitantes tengan sombra. Me sumergí en el rio Colorado, que estaba aún más frío que el arroyo. Recorrí el sendero del río, excavado en la roca sólida hace muchos años. Tomé una foto del termómetro, que marcaba cuarenta y dos grados centígrados a la sombra. Me tomé una limonada en el “Phantom Ranch” y envié postales de "correo por mula" a mi familia. Me senté en el arroyo mientras pececitos mordisqueaban los dedos de mis pies.

A las 4 de la tarde, Kate y yo nos pusimos de nuevo en marcha, iniciando nuestro ascenso hacia el borde norte. No sabía qué esperar de este sendero, un sendero dos veces más largo, pero lo haría en dos días. El calor seguía envolviéndonos, pero estaba disminuyendo poco a poco. Volví a colocarme la mochila sobre los hombros, ajustando las correas para que me resultara más cómoda. Con los bastones en la mano, estaba lista para salir. A los cinco minutos me di cuenta de algo: había estado tan ocupada disfrutando del arroyo que había olvidado ponerme la rodillera. ¿Debo parar y ponérmela? No, ya estábamos caminando. Pero es algo que me preocupaba. Era una caminata intensa, ¿volvería a dolerme la rodilla, como había ocurrido en el “Appalachian Trail”?

El sendero se abrió paso a través de las empinadas y sofocantes paredes del cañón interior, siguiendo el arroyo “Bright Angel”. El susurro del agua, el calor que cubría el camino y el paisaje extraño hacían que la caminata fuera surrealista. Casi esperaba ver una nave espacial o un dragón volando por el estrecho pasaje que atravesábamos. Esta sección se llama simplemente "La Caja", pero sentía que debía ser una caja de tesoros. A menudo me quedaba atrás para observar o sacar fotos, aunque ninguna imagen podía captar la sensación de aquel lugar mágico.

Seguimos caminando hacia arriba, aunque este tramo no era tan empinado. Al salir de La Caja, empezamos a subir de nuevo por las coloridas capas de roca sedimentaria. El sol que bajaba proyectaba un resplandor dorado sobre nuestro sendero. Como seguíamos al arroyo, las plantas y la vegetación lo bordeaban. El agua que fluía y caía por las rocas servía de canción para nuestra aventura.

A medida que descendía la noche, me di cuenta de que no llegaría al campamento con luz. Cambié el sombrero por la lámpara de cabeza y seguí adelante.

De repente, mi lámpara alumbró una señal, alertándome de que estaba entrando en el Camping “Cottonwood”. Cambié mi luz de blanca a roja, una cortesía del camping, ya que la luz roja preserva la visión nocturna y no molesta a la gente que duerme. También me despedí de Kate, ya que ella siguió adelante para pasar los siguientes días en la cercana estación de guardaparques.

Llegar al campamento al anochecer me presentó un nuevo problema que no había considerado: cómo encontrar un sitio vacío sin molestar a la gente. Me acerqué con cuidado a las entradas de los campamentos y pasé la luz roja brevemente por el suelo para comprobar si había carpas u otros indicios de que estuvieran habitadas. En poco tiempo encontré un espacio vacío. Lo reclamé dejando caer mi sudorosa persona y mi sudorosa bolsa sobre la mesa de picnic.

Uf, estaba cansada. Con gran alegría me quité los zapatos y calcetines y moví mis dedos en el cálido aire de la noche. Metí la mochila en la caja metálica a prueba de animales y saqué la cena. Lo mismo que la noche anterior, y siguió siendo una delicia. Lo diré de nuevo: la comida siempre sabe mucho mejor después de una larga excursión.

Me senté en la caja de seguridad, sintiendo el aire cálido de la noche. Podía ver débiles luces y oír murmullos mientras la gente se iba a dormir. A lo lejos, vi una luz que iluminaba la cara del acantilado: la lámpara de alguien que seguía bajando, el camino que tomaría en la mañana.

De repente, volteé la cabeza. ¿Qué era eso? Algo se arrastró sobre mi pie. Algo que se movía en la oscuridad, y supe que no estaba sola en mi campamento. Desapareció tan rápido como llegó, y decidí terminar mi comida en la mesa de picnic. Con los pies metidos debajo de mí.

Tiré mi colchoneta sobre la mesa y fui a llenar mi agua para la mañana. Cuando volví a mi sitio, unos ojos brillantes me miraron desde la oscuridad. Un ratoncito, sentado en la caja de seguridad. ¡Qué fresco! Lo ahuyenté, pero creo que no se fue muy lejos. Definitivamente un punto a favor de dormir encima de la mesa de picnic; ¡no me gustaba la idea de ser inspeccionada por un ratón en la noche!

Me metí en el saco de dormir. Unas finas nubes ocultaron las estrellas. Oí un movimiento a mi izquierda: el ratoncito estaba en el árbol. Suspiré y me di vuelta. La pantalla de mi celular casi me ciega mientras puse la alarma: tres y media de la mañana, para poder salir a las cuatro. Esperaba que fuera lo suficientemente temprano para vencer el calor.

Las luces ya se movían alrededor de “Cottonwood” en las primeras horas de la mañana. Mi preparación fue más lenta de lo que esperaba, y finalmente empaqué todas mis pertenencias a las cuatro y quince. Ajusté las correas de la lámpara de cabeza y me puse en marcha.

El aire de la noche seguía siendo cálido. Podía ver la silueta del borde del cañón a lo lejos contra el suave resplandor de la luz del amanecer. De hecho, el resplandor era suficiente para que apagara mi lámpara por completo. El sendero, de color ligeramente más claro que el suelo circundante, me llevó hacia adelante. Una llamada etérea entre enormes paredes de roca.

Con la mirada en el sendero, seguí adelante. Esta era la parte más difícil, subir novecientos veinte metros verticales para salir del cañón. Pero también me iba a casa, de vuelta a mi cabaña en el borde norte.

El amanecer se deslizaba por las paredes del cañón cuando entré en la casa de descanso llamada “Manzanita”. Me paré a desayunar, aunque sólo comí la mitad de la comida que había preparado. Un grupo de excursionistas me ofreció puré de frijoles. Saludé rápidamente a los guardaparques, que empezaban su día. Una rápida bajada por la ladera hasta el arroyo, para mojar mi ropa. También mojé mi bandana y la metí en una bolsa de plástico, para más tarde. Luego me puse el sombrero y la mochila y volví al camino.

Esta sección es la más empinada - ¡y dura casi diez kilómetros! Bastón, paso, bastón, paso, subiendo y subiendo y subiendo. La luz seguía bajando por las capas del cañón con el sol naciente. Una vista impresionante, un sitio precioso, y uno que me hizo acelerar mi ritmo. Ojalá pudiera ganarle a la luz, y a su compañero, el calor, en el camino.

No lo hice, por supuesto. La luz me alcanzó alrededor de “Roaring Springs”. En un recodo del sendero descansé a la sombra de un árbol, apoyándome en mis bastones. Una cascada caía por la pared del cañón; un espectáculo poco común, sin duda. Menos común aún, las líneas eléctricas y una estructura de cemento. Un momento de reverencia al manantial, la fuente de agua de todo el Parque Nacional del Gran Cañón.

Luego, hacia adelante y hacia arriba.

Curvas y rocas, girando y retorciéndose por las empinadas laderas. Vistas a cada paso, y la cima no parecía estar más cerca. Pero la vista valió la pena. Preciosos rincones de sombra. Pequeños hilos de agua que se filtran desde la roca, alimentando delicadas comunidades de plantas. Lagartijas que se escabullen a mis pasos.

Las curvas del sendero me llevaron del sol a la sombra y al sol nuevamente, y me di cuenta de la marcada diferencia entre los dos. Algo se movió en mi mochila y me refrescó la memoria: ¡mi sombrilla! Este era su momento de brillar. Literalmente, ya que está recubierta de pintura plateada reflectante. La saqué del bolsillo lateral de mi mochila, la abrí, y pasé casi cinco minutos intentando colocarla en la correa del hombro de mi mochila. Ya que tenía dos bastones, ¡no podía sujetarla también! Finalmente conseguí atarla y me quedé contemplando mi sombra. Parecía un octágono con patas. Sonreí un poco cohibida: estaba segura de que me veía ridícula. Pero después de unos minutos, no me importó. ¡Qué diferencia! Me crucé con un grupo de excursionistas que comentaron mi sombrilla y les dije: "¡es mejor sentirse fresca que estar a la moda!" Subí por el sendero, con los bastones oscilando y la sombrilla brillando, lista para afrontar la siguiente parte del camino.

Subí y el sol se deslizó por las paredes del cañón. El calor aumentaba, pero ya me estaba acercando. Miré hacia adelante, buscando un lugar para descansar unos minutos. Una curva por encima del puente de “Redwall” proyectaba largas sombras sobre el sendero, y me senté en una roca para descansar. Había llegado el momento de coger mi última parte del equipo: la bandana mojada de la mañana. La saqué empapada de su bolsa de plástico y la até al cuello. El agua resbalaba por mi espalda. Apreté mis hombros hasta las orejas, tratando de tener el mayor contacto posible con el agua. ¡Qué delicia después de una calurosa caminata!

Cuando llegué al túnel de “Supai”, a tres kilómetros del borde, mi ropa ya estaba totalmente seca. Pero había un grifo de agua. Llené mis botellas y me volví a empapar. Me miraron raro, pero ellos tenían calor y yo no.

Sólo tres kilómetros más. Agarré los bastones con firmeza y seguí adelante. En el borde me esperaban una ducha y un sándwich. Ducha y sándwich - repetí como un mantra.

Menos de una milla. Pasé por “Coconino Overlook” y por muchos excursionistas que olían a jabón. Yo no olía a jabón. Sin embargo, pronto tendría mi ducha y mi sándwich.

Subí a duras penas las últimas curvas, con la cabeza baja. Un pensamiento cruzó mi cabeza y me tropecé. Ya casi había llegado. Realmente, ya casi había llegado. Y eso significaba que iba a terminar un viaje con mochila. No tan largo como el “Appalachian Trail”, es cierto, pero sí un sendero sólido. Una sensación, no de clausura, pero sí de logro. Parpadeé para evitar un repentino ardor en los ojos y subí la última parte del camino. Y mi rodilla nunca me dolió. Lo había conseguido, con mi equipo del “Appalachian Trail”, mi comida deshidratada y mi amor por el excursionismo.

Me desplomé sobre un muro de piedra al final del sendero y reflexioné sobre lo lejos que había llegado. Otros excursionistas estaban descansando allí, agotados, pero con una actitud de triunfo.

Le dije a uno de ellos, "¿Podrías sacarme una foto con la señal del sendero? Necesito recordar este momento".

Reflexiona sobre este último año. ¿Cuál fue tu momento más emocionante?

El equipo de Interpretación del Parque Nacional del Gran Cañón se encarga de la presentación de "Behind the Scenery".

Agradecemos a los pueblos nativos en cuyas tierras ancestrales nos reunimos, así como a las diversas y vibrantes comunidades nativas que hacen su hogar aquí ho

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